En un principio, la gente vivía en la obscuridad y sólo se alumbraba con la candela de los maderos. No existía el día ni la noche.
Había un hombre warao
con sus dos hijas que se enteró de la existencia de un joven dueño de la luz. Así, llamó a su hija
mayor y le ordenó ir hasta donde estaba el dueño de la luz para que se la trajera. Ella tomó
su; mapire y partió. Pero eran muchos los caminos y el que eligió la llevó a la
casa del venado. Lo conoció y se entretuvo jugando con él. Cuando regresó a
casa de su padre, no traía la luz; entonces el padre resolvió enviar a la hija
menor.
La muchacha tomó el
buen camino y tras mucho caminar llegó a la casa del dueño de la luz. Le dijo al joven que
ella venía a conocerlo, a estar con él y a obtener la luz para su padre. El
dueño de la luz le contestó que la esperaba y ahora que había llegado,
vivirían juntos. Con mucho cuidado abrió su torotoro y la luz iluminó sus
brazos y sus dientes blancos y el pelo y los ojos negros de la muchacha. Así, ella
descubrió la luz y su dueño, después de mostrársela, la guardó.
Todos los días el
dueño de la luz la sacaba de su caja para jugar con la muchacha. Pero ella
recordó que debía llevarle la luz a su padre y entonces su amigo se la regaló. Le llevó el
torotoro al padre, quien lo guindó en uno de los troncos del palafito. Los
brillantes rayos iluminaron las aguas, las plantas y el paisaje.
Cuando se supo entre
los pueblos del delta del Orinoco que una familia tenía la luz, los warao
comenzaron a venir en sus curiaras a conocerla. Tantas y tantas curiaras con
más y más gente llegaron, que el palafito ya no podía soportar el peso de tanta
gente maravillada con la luz; nadie se marchaba porque la vida era más
agradable en la claridad.
Y fue que el padre no pudo soportar tanta gente dentro y
fuera de su casa que de un fuerte manotazo rompió la caja y la lanzó al
cielo. El cuerpo de la luz voló hacia el Este y el torotoro hacia el Oeste. De
la luz se hizo el sol y de la caja que la guardaba surgió la luna. De un lado
quedó el sol y del otro la luna, pero marchaban muy rápido porque todavía
llevaban el impulso que los había lanzado al cielo, los días y las noches eran
cortísimos.
Entonces el padre le pidió a su hija menor un morroco pequeño y
cuando el sol estuvo sobre su cabeza se lo lanzó diciéndole que era un regalo y
que lo esperara. Desde ese momento, el sol se puso a esperar al morroco. Así,
al amanecer, el sol iba poco a poco, al mismo paso del morroco.
(✿◠‿◠) GRACIAS POR LEERME, CON EL RESPETO DE SIEMPRE (◡‿◡✿)
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