martes, 23 de agosto de 2016

La Leyenda del Lago de Maracaibo(*)


En una edad remota, cuando el gran Zapara era señor de todas éstas tierras, en el espacio que hoy cubren las aguas se levantaba una inmensa selva. Zapara estableció sus pueblos en las orillas de la enorme selva y la reservó para su mansión y recreo.

Con sólo su voz, pues poseía el don de la magia, levantó en el centro de la selva un palacio encantado. En él vivía con su hija Maruma, tan graciosa y bella como un rayo de sol, y poetisa y cantora de dulcísima voz.
Zapara, el gran señor, jamás quiso darla en matrimonio, pues la reservaba para deleitarse con su canto y sus sentidas poesías.

Un día, se ausentó el gran Zapara, y la bella Maruma, armada de su arco y flechas, se internó en la selva en persecución de un ciervo. Ya lo tenía a tiro, ya iba a soltar la cuerda de su arco, cuando vio que el ciervo caía herido por la flecha de un invisible cazador, que resultó ser un joven muy apuesto. Se llamaba Tamare, y había sido arrojado de su pueblo porque, dotado del don de la poesía, su gente creía que no servía para nada. Andaba errante y llevaba ya cinco días sin comer.

Maruma llevó al joven al palacio, hizo que le sirvieran un espléndido banquete y, cuando terminaron, Maruma le cantó a Tamare una canción de amor. Cuando la doncella concluyó, Tamare improvisó en respuesta los más tiernos poemas que pudiera concebir un alma enamorada. Cantaron y bebieron. Recostados sobre mullido pulmón y en estrecho abrazo, continuaron sus improvisaciones que terminaban en un dulce beso, sin caer en cuenta de que el tiempo pasaba muy rápido.

Llegó por fin el gran Zapara y al acercarse al palacio y escuchar en el aposento de su hija el canto de un hombre alternando con el canto de Maruma, lleno del más rabioso dolor dio sobre el suelo una patada tan formidable que la selva entera se hundió convirtiéndose en un abismo.

Al punto, los caudalosos ríos de la cordillera vecinas se precipitaron en torrente dentro de la enorme cuenca. Y para que ésta se llenara más rápido, Zapara se dirigió al Norte, abrió la tierra con sus manos poderosas e hizo que entraran las aguas del mar. Luego, lleno de dolor, no queriendo sobrevivir a la catástrofe, entregó el reino a su hijo Maracaibo y arrojándose entre el mar y el lago se quedó convertido en isla.

Pero los dos enamorados nada habían sentido y seguían cantando canciones de amor. Invadieron las aguas el palacio y penetraron en la alcoba de los dos amantes; pero ellos ni oían ni sentían nada. Ajenos al castigo, seguían cantando e improvisando versos de apasionado amor. Finalmente, el agua los cubrió llevándose a la superficie las ondas sonoras de su postrera canción. El canto de los enamorados se fundió con las aguas y, por ello, desde ese momento el lago no muge como el mar, ni ríe como los otros lagos, sino que susurra poesía o canta estrofas de infinito amor.

(*)Original de:  Antonio Pérez Esclarin

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